martes, 28 de octubre de 2008

RECORDANDO A ÁLVARO ESTRADA

Julio Glockner. La Jornada. Octubre 25 de 2008. Hace unos días falleció Álvaro Estrada, su vida estuvo vinculada a uno de los acontecimientos más significativos de la segunda mitad del siglo XX: el descubrimiento, para la sociedad occidental, de rituales adivinatorios y curativos empleando hongos sagrados en la sierra mazateca. A finales de junio de 1955 un banquero neoyorkino, Gordon Wasson, fue el primero en consumir los hongos silocibios, ofrecidos por la chamana mazateca María Sabina en un contexto ritual. Wasson de ninguna manera era un improvisado, para ese entonces llevaba más de 20 años estudiando, junto con su esposa Valentina Pavlovna, la relación de los hongos con las más diversas culturas.

Si bien es cierto que Wasson no tenía una formación académica en los campos en los que incursionaba, tenía en cambio lo más indispensable para llevar a buen término una investigación: preguntas formuladas correctamente y una voluntad inflexible para encontrar respuestas satisfactorias. Wasson echó mano, además, de su proverbial gentileza y sentido de la amistad para lograr la colaboración de las más altas autoridades en distintas especialidades: Alfonso Caso, Roberto Wetlaner, Albert Hofmann, Richard Evan Schultes, Roger Heim, Robert Graves. Este último fue quien lo puso sobre la pista correcta para llegar finalmente a la cabaña de María Sabina esa noche memorable.


No es exagerado decir que el artículo de divulgación masiva que Wasson publicó en la revista Life conmocionó al mundo científico y al de la cultura. Poco después publicó, con Roger Heim, Les champignons hallucinogènes du Mexico, y más tarde Maria Sabina and her Mazatec Mushroom Velada, en donde quedó plasmada la trascripción completa, en mazateco, inglés y español, de una ceremonia con hongos grabada en 1958. Después de sus libros sobre los misterios de Eleusis y el Rig Veda, en los que identificó el empleo del cornezuelo de trigo (LSD) y de la Amanita Muscaria, en la antigua Grecia y la India respectivamente, publicó El hongo maravilloso. Teonanácatl. Micolatría en Mesoamérica, libro inexplicablemente silenciado en México.


El intenso trabajo de Wasson sobre los hongos mexicanos tenía sin embargo un enorme vacío: ¿quién era esa mujer que generosamente lo había alojado en su cabaña y ofrecido una ración de hongos sagrados? La barrera infranqueable del idioma la mantenía a distancia hasta que Álvaro Estrada se acercó a ella para conversar largamente en mazateco y entregarnos uno de los libros más fascinantes que se han escrito en México: Vida de María Sabina. La sabia de los hongos, titulo sugerido por Octavio Paz y Arnaldo Orfila. El libro es uno de los testimonios más interesantes y conmovedores sobre la espiritualidad mazateca y la actividad ritual de una chamana.


Desafortunadamente son pocos los textos de este tipo, pienso en otros dos: Nadia Stepánova. La invocadora de los dioses. Historias de una chamana siberiana y el de un chamán secoya de la selva ecuatoriana: Fernando Payaguaje. El bebedor de yajé.


Álvaro presenció desde la puerta del negocio familiar en Huautla de Jiménez, la llegada de los primeros extranjeros en un viejo autobús que debía recorrer más de ochenta kilómetros de un estrecho, sinuoso y enlodado camino que comenzaba en Teotitlán. Conoció a los primeros misioneros protestantes que se dieron a la tarea de traducir la Biblia al mazateco y posteriormente ayudaron a Wasson en su investigación, pues eran etnólogos y lingüistas. Con ellos venía una joven de la que se enamoraron prácticamente todos los adolescentes del pueblo. Tuvo un romance con una gringuita que le envió de regalo discos de Bob Dylan desde New York. Tuvo una buena amistad con el antropólogo Carlos Incháustegui, también fallecido recientemente, que inauguró la secundaria en Huautla en 1962, el mismo año en que se abrió el primer prostíbulo, que fue recibido con tanto beneplácito como el plantel escolar.


En su libro Huautla en tiempo de hippies, Álvaro recuerda que Incháustegui le decía “Este pueblo es tan desolado que sólo se puede vivir borracho, loco o casado…” Poco después Incháustegui acompañaría a Fernando Benítez a tener su primera experiencia en una velada con María Sabina y los niños santos, experiencia que Benítez relató en Los hongos alucinantes.


Durante los años 60 y 70 subieron a la Sierra decenas de miles de jóvenes de diversas nacionalidades, algunos en busca de una simple experiencia sicodélica y otros en busca de una experiencia trascendente, “querían ver a Dios” le decía un tanto extrañada María Sabina a Álvaro Estrada. Cuando concluyó el libro se lo envió a Gordon Wasson, quien, por cierto, tenía poco aprecio por el movimiento hippie, a diferencia, por ejemplo, de Mircea Eliade, quien veía que aquellos jóvenes enriquecían de algún modo su vida con la búsqueda de una experiencia paradisíaca, que les permitía descubrir un sentido más profundo a su vida.


Wasson, fundador de la etnomicología, leyó conmovido el libro de María Sabina y escribió un interesante prólogo reflexionando sobre las consecuencias de su trabajo. Álvaro mantuvo con él y con Albert Hofmann una buena amistad. A este último le dedicó el que quizá fue su último trabajo publicado: “Albert Hofmann. El sabio que deshechizó a los hongos sagrados mexicanos y los convirtió en pastillas”, texto que aparece en el libro que coordiné con Enrique Soto La realidad alterada. Drogas, enteógenos y cultura. Su buen humor, su cálida amistad y su aguda inteligencia son los rasgos de su personalidad que le agradezco y que en mí quedarán presentes.


Años después de publicado el libro de María Sabina, Álvaro la visitó con la intención de comer hongos con ella, pues hasta ese momento no lo había hecho. Sabina tenía ya 84 años de edad y una vitalidad poco común. No voy a intentar aquí una síntesis de esa conmovedora experiencia que aparece relatada a partir de la séptima edición;, sólo recordaré que casi al amanecer ambos se acostaron a dormir un poco en la misma cama, Álvaro tuvo entonces una visión que ahora me parece una alegoría de su despedida de este mundo: “Yo seguía recostado viendo hacia el techo… ¿cuál techo? El techo había desaparecido y la casa de Sabina era un cajón de adobes desde donde podía “ver” el cielo y sus estrellas palpitantes. Así, mirando hacia la profundidad celeste, “vi” cómo venía hacia mí una brisa fina y fresca que caía en mi cuerpo, empapando mi ropa, mi cara y mis manos. La brisa continuó por un lapso y luego desapareció.

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