La Jornada. Mayo 18 de 2009
Hermann Bellinghausen
Hermann Bellinghausen
El agujero en la tierra es grande. Le dicen cráter, sin que lo sea. Es, sencillamente, una devastación, la carie que dejó una década de minería intensiva a cielo abierto hace muchos años, cuando no asomaban aún las compañías canadieneses que hoy infestan el mundo como jejenes en busca de los últimos residuos de oro bajo el suelo.
A Cerro de Flores el futuro llegó antes. Hace mucho. Tres generaciones. Los abuelos campesinos que creyeron las promesas del desarrollo y vendieron al gobierno, que concesionó a unos yanquis. Los padres que crecieron en donde era inútil ser campesino, la tierra estaba envenenada, los mineros y técnicos venían de otras partes; migraron inestablemente; se perdieron. Y los nietos, que ya comienzan a ser adultos y no vivieron aquel “progreso”.
Cuando llegué a Cerro de Flores y pregunté cómo arribar al cráter, los primeros informantes coincidieron en mandarme a la tienda de abarrotes calle abajo; allí, una mujer gorda tras el mostrador, en vez de responderme gritó: “¡Victorio!”, dos o tres veces. Esperé. Al menos había sombra y la canícula estaba en apogeo.
Me desconcertaba sentirme en un paraje posindustrial, inorgánico, casi urbano, aunque lejos de cualquier ciudad, bien adentro del así llamado campo. Lugar donde, para su engañosa suerte, resultó haber oro en un cerro, el Flores de su toponímico. Ya no existe. Es el cráter. Antes, supongo que si uno llegaba buscando el cerro ni preguntaba. Era visible. Sobre todo porque, según los recuerdos de la gente, tenía una formación geológica particular. No muy alto, en medio de la llanura, un cerro de laderas empinadas más bien rocoso. Lo cobijaban dos bosques que, como el cerro, ya no existen.
El poblado en sí conserva una apariencia rural, pero inundado de maquinaria abandonada, fierros oxidados, tinacos empotrados en cemento, bodegas en ruinas, esqueletos de dinosaurio.
Al fin apareció Victorio por una puerta que rechinó al abrir. Tomó su gorra beisbolera del mostrador. Se la puso, sonriente.
–Aquí el señor quiere visitar el cráter –dijo la mujer gorda, que resultó ser su mamá.
El muchacho seguramente no tenía nada mejor que hacer porque aceptó de buena gana. Me condujo a una calzada ya devorada por la maleza, con rieles en el centro, casi borrados. Rocas a los lados, y en ellas grafitis como salidos de Neza, coloridos o ya no tanto, estilizados y hasta violentos. Algunos, de Victorio mismo. Me los fue señalando los tres kilómetros del trayecto.
Tiene 24 años. A los 14 siguió a su padre a la capital, donde éste se había establecido luego de años de perderse en el norte y en Estados Unidos. Pero Victorio se cansó de andar de albañil, roló libremente por la ciudad del oriente y regresó a Cerro de Flores, igual que muchos otros, que les dio por hacer rarezas. Ahora, de ellos depende que haya nuevos niños. Nadie lo dice. Todos saben. De momento, quedan pocos especímenes de edad pueril en Cerro de Flores.
Los retornados han dado en construir esculturas con piedras, fierro y cascajo de la mina. Otros, edificios inútiles, pequeños, de inspiración ornamental posmo y escaleras sin destino, como las de Edward James, en Xilitla. Otros más pintan cualquier superficie muerta. Es el caso de Victorio.
Su camiseta de Pearl Jam fue negra alguna vez. Tenis. Un morralito que parecía parte de su cuerpo. Llegamos al cráter a través de ese work in progress colectivo y anónimo. Y, en efecto, era un gran cráter de roca, de nada. Un lugar donde la tierra desapareció. Hay todo un historial de casos de cáncer, leucemia, neumonitis y demencia por el cianuro, los solventes, el combustible.
La mina dio de sí. El aire ya se limpió. Crece vegetación, aunque baja y fea. El agua, la traen entubada de otra parte. La de Cerro de Flores y sus alrededores es imbebible, aunque cristalina, pues nadie toca los estanques y arroyos desde hace años. Hasta los perros aprenden que si la beben se llenan de pústulas y mueren. Y conste que vi perros; han de ser listos.
Sus comentarios, que no explicaciones, eran muy simples. Como él dijo, el rollo no se le da. Pero estos chavos, como Victorio, han emprendido una peculiar recuperación del paisaje. Una obra de arte, quizás efímera. “He’s a nothing maker”, dirían los Pretenders. El arte efímero es antiguo como el mundo, no se crea que lo inventó José Luis Cuevas. Y cuando existe, siempre es nuevo.
La red de agujeros que les heredaron sus abuelos la están llenando de formas fantásticas, colores eléctricos, águilas de hierro. Y en medio de todo, un hoyo negro. Victorio no lo miraba con odio. Más bien parecía sacar de ahí sus ideas, porque al regreso se detuvo en unos tubos apilados, sacó los aerosoles y se puso a pintar morras y garabatos, rapidísimo.
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