El laboratorio social confirma las evidencias de que la contrarreforma indígena de 2001 fue estratégica para la clase política y que en su definición operó la razón de Estado en clave neoliberal. De poco sirven las exiguas muestras de aplicación del artículo segundo constitucional en terrenos aparentemente seguros que ya en países como Guatemala se les ha denominado derechos permitidos; como sería la dimensión de los derechos linguísticos y los relativos a educación bilingüe e intercultural y, aun ellos, por cierto, deben ser sometidos a examen riguroso.
Dos elementos saltan a la vista en los días recientes: por una parte, la emergencia de los movimientos indígenas que se oponen a las concesiones mineras otorgadas en el marco de las reformas a la ley en la materia y, por otro lado, la aprobación unánime de una reforma en la Cámara de Diputados el pasado 23 de abril al artículo 17 constitucional para determinar la acción colectiva, no ciudadana, como se ha demandado, sino tutelada por instancias gubernamentales: la Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de los Servicios Financieros (Condusef), la Procuraduría Federal de Defensa del Consumidor (Profeco) y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa).
De manera expresa se dice: las leyes que expida el Congreso de la Unión regularán los derechos colectivos, los cuales solamente podrán establecerse en materia de protección al consumidor, usuarios de servicios financieros y protección al ambiente. ¿Quién se acuerda de que la esencia del debate realtivo a los derechos de los pueblos indígenas se dio en torno a que se trata de derechos colectivos y difusos? Ahora resulta que derechos colectivos sólo podrán establecerse en las tres materias anotadas. Bien se ha dicho que a las leyes hay que analizarlas no solamente por lo que dicen, sino también por lo que callan.
Siguiendo los pasos reglamentarios de la contrarreforma referida, el 28 de abril de 2005 se publicaron reformas a la ley minera. Con ellas se declaró prácticamente abierto el territorio para la explotación minera, se colocó de manera indistinta a pueblos, comunidades indígenas, comunidades agrarias o ejidos para que en caso de que en sus tierras se realice una exploración y explotación tengan derecho preferente en la concesión, siempre y cuando logren mejorar cualquier oferta de empresas interesadas y reúnan todos los requisitos técnicos y de solvencia económica. Ésa es la derivación de la contrarreforma indígena que evitó que los pueblos tengan acceso al uso y disfrute de recursos naturales en las tierras y territorios que actualmente ocupan y el soporte que el Estado está utilizando, pasando por encima de los derechos reconocidos a dichos pueblos en el plano internacional. (Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas.)
Pero resulta que los pueblos sí saben de derechos y por ello se organizan para hacerlos valer. No es casual que en las entidades donde se están otorgando concesiones esté presente el movimiento de resistencia a las mismas: el 5 y 6 de abril pasados en la comunidad de San Pedro Chico Zapote, en la región de la Cañada de Oaxaca, se realizó el primer Encuentro Nacional de la Red Mexicana contra la Minería, en el cual organizaciones de Oaxaca, Guerrero, Chiapas y de San Luis Potosí analizaron sus experiencias en contra de los proyectos mineros, destacando que más de 90 mil hectáreas del territorio oaxaqueño están concesionadas por el gobierno federal a empresas mineras, principalmente canadienses, quienes han recibido concesiones sin consultar a los pueblos, como marcan convenios internacionales, por ejemplo, el 169 de la OIT.
Pero resulta que los pueblos sí saben de derechos y por ello se organizan para hacerlos valer. No es casual que en las entidades donde se están otorgando concesiones esté presente el movimiento de resistencia a las mismas: el 5 y 6 de abril pasados en la comunidad de San Pedro Chico Zapote, en la región de la Cañada de Oaxaca, se realizó el primer Encuentro Nacional de la Red Mexicana contra la Minería, en el cual organizaciones de Oaxaca, Guerrero, Chiapas y de San Luis Potosí analizaron sus experiencias en contra de los proyectos mineros, destacando que más de 90 mil hectáreas del territorio oaxaqueño están concesionadas por el gobierno federal a empresas mineras, principalmente canadienses, quienes han recibido concesiones sin consultar a los pueblos, como marcan convenios internacionales, por ejemplo, el 169 de la OIT.
Por su parte, el Foro Tejiendo Resistencias (que se llevó a cabo 17 y 18 de abril, en el municipio de San Pedro Apóstol, Ocotlán, Oaxaca) ofreció un recuento de los proyectos como el turismo a gran escala, la construcción de represas, la explotación minera, la construcción de complejos inmobiliarios, diversas infraestructuras, producción de energía eléctrica, explotación petrolera, explotación de mantos acuíferos para negocios particulares, entre otros. Con ello, concluyeron los participantes, se impulsa de manera clara una privatización de los territorios y recursos naturales, mayoritariamente localizados en comunidades indígenas y campesinas.
En este contexto, la criminalización no se hizo esperar: el pasado 7 de mayo, el Colectivo Oaxaqueño por la Defensa de los Territorios denunció la agresión policiaca y detención de 25 comuneros de San José del Progreso, Magdalena Ocotlán y comunidades aledañas, por su resistencia frente al proyecto de exploración y explotación minera de oro y plata de la Compañía Minera Cuzcatlán, empresa subsidiaria de la Compañía Canadiense Fortuna Silver Mines Ltd.
Ahí quedan algunos botones de muestra sobre lo que está en juego para la vida de los pueblos indígenas. Para ellos la epidemia viene de muy antes y, como vemos, no se confían de tapaboca alguno.
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