La “guerra social” es mucho más feroz que la expresión “orgánica” de la lucha de clases o del antagonismo étnico o religioso. Mucho más que unos cuantos bombazos contra objetivos simbólicos o su proclamación en panfletos, periódicos, grafittis callejeros o mensajes en el ciberespacio.
Sergio Grez Toso
La idea de “guerra social” nos remite a un conflicto particularmente agudo entre componentes antagónicos de una sociedad, enemigos que se perciben como irreconciliables y que buscan su eliminación completa, no solo política o económica sino también física. El más acendrado odio clasista, racial o religioso es su principal motor. Se trata de enfrentamientos no temperados por mediaciones ideológicas, culturales o políticas como las que intervienen en tiempos “normales”, cuando la hegemonía de unos, o el sistema político, o un consenso social mínimo canalizan el conflicto por cauces que impiden la destrucción mutua de los bandos en lucha.
Características de “guerras sociales” tuvieron los levantamientos de esclavos desde la Antigüedad hasta el siglo XIX y de los campesinos contra sus señores en la Europa de la Edad Media, de los Tiempos Modernos y de comienzos de la Época Contemporánea. La ejecución de los amos acompañó invariablemente estas sublevaciones La quema de castillos y de “cartas” en la que estaban inscritos los derechos feudales que condenaban a los siervos a la más oprobiosa miseria y dominación fue uno de los elementos que minó y terminó por derribar a la sociedad feudal. La “guerra a los castillos” de los campesinos hambrientos y harapientos perturbó durante siglos el sueño de los nobles que, cada vez que se presentó la ocasión, respondieron a la “guerra social” de los pobres con la “guerra social” de los poderosos: los tormentos de todo tipo, la horca, la hoguera, las excomuniones, la acción de curas e inquisidores y la política de tierra arrasada fueron las armas de los dominadores. La “guerra social” de los de arriba fue la respuesta a la “guerra social” de los de abajo.
También tuvieron aspectos de “guerra social” (de razas y de castas) las acciones punitivas de una crueldad extrema de los conquistadores blancos en América, Asia y África, desde los Tiempos Modernos hasta el siglo XX, y los levantamientos de indígenas, negros, amarillos, mestizos y demás mezclas de estos continentes contra sus dominadores. La lista de ejemplos es larguísima. Entre los más conocidos en América podemos citar la insurrección en el siglo XVIII de Tupac Amaru y la feroz reacción represiva en su contra de los representantes del Rey de España en el Virreynato del Perú. Tan o más despiadados como estos fueron los episodios de “depuración étnica” y guerra de castas que acompañaron la rebelión de esclavos negros en Haití a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Allí se enfrentaron esclavos negros contra esclavistas blancos, pero también negros contra mestizos. Intervinieron franceses, españoles e ingleses que concluyeron alianzas momentáneas con los negros o con los mestizos. Estas luchas desembocaron en la formación de la primera república independiente en América Latina. El líder negro Jean-Jacques Dessalines proclamó en 1804 la Independencia de Haití y ordenó la muerte de todos los blancos con la sola excepción de religiosos y médicos, prohibiéndoles que tuvieran propiedades. Los oficiales franceses respondieron ordenando la caza de todos los niños negros de ambos sexos menores de catorce años para ser vendidos como esclavos, Dessalines (que se había hecho proclamar Emperador), replicó arrasando buena parte del sector oriental de la isla (actual Santo Domingo), pero no logró doblegar por completo a los franceses.
Pocos años más tarde la “guerra social” acompañó el nacimiento de varias repúblicas hispanoamericanas. Uno de los casos más crudos fue el de Venezuela. La dirección de la lucha independentista por la aristocracia (la clase mantuana) empujaba a los negros, mulatos, pardos, quinterones, zambos, e incluso a los blancos pobres, a oponerse a los patricios patriotas percibidas como sus principales enemigos. Por ello las masas venezolanas marcharon detrás del capitán de fragata Domingo Monteverde, un canario que desembarcó en 1812 en Corio para defender los derechos del rey de España. Muy pronto sus doscientos treinta hombres (entre españoles y corianos) fueron miles (la inmensa mayoría venezolanos). A nombre del monarca, Monteverde autorizó el saqueo de los mantuanos. Los soldados patriotas se pasaron por centenares a las filas realistas. La guerra adquirió un marcado carácter social: las masas populares saquearon, violaron y destruyeron. Luego de la derrota de Monteverde en 1813, otro español, José Tomás Boves, decretó en los llanos la “guerra a muerte” contra los patriotas. Los llaneros de todos los colores se sumaron en masa a las tropas de este oficial realista e hicieron la “guerra social”. A las matanzas de españoles, canarios y venezolanos sospechosos de ser realistas cometidas por las “Tropas de exterminio” de Bolívar, respondieron las matanzas de mantuanos sin distinción de partidos cometidas por los llaneros de Boves. A pesar de que este caudillo no respetaba ni las iglesias ni su propia palabra, el éxito lo acompañó hasta su muerte en la batalla de Urica (5 de diciembre de 1814), ocasión en que sus tropas derrotaron a los patriotas, provocando el colapso de la Segunda República venezolana. Aunque Bolívar –como todos los representantes de la clase mantuana- era reacio a reconocer el origen racial y social de la guerra que lo expulsó de su país en 1814, terminó hablando de una “guerra de colores”, es decir, de razas. Su cambio de percepción fue acertado. Luego del desembarco de Morillo -un alto oficial español que hacía la guerra en términos más clásicos y no conocía la realidad venezolana-, los llaneros de Boves buscaron entre los jefes de los ejércitos patriotas a aquellos que pudieran garantizarles impunidad por sus acciones pasadas y concederles tierras, rangos militares o pensiones.
Un cierto parecido con lo ocurrido en Venezuela, aunque menos intensamente, se observó en las guerras de Independencia en Chile, especialmente después de la derrota realista de Maipú (1818). El chileno Vicente Benavides acaudilló a los partidarios del rey de España en el sur y desarrolló la “guerra a muerte” contra los patriotas. También se sumaron a la resistencia realista varias montoneras autónomas, la banda guerrillera de los hermanos Pincheira y algunas tribus mapuches. Ambos bandos cometieron todo tipo de atropellos y exacciones. Las autoridades patriotas reconocieron la “guerra de vandalaje”, incentivando la violencia sin cuartel. Miles de campesinos chilenos se unieron a las fuerzas del monarca por odio a sus patrones criollos y para escapar a las levas forzosas de los ejércitos de “la Patria”. La guerra campesina realista adquirió, como en tantas otras oportunidades un carácter “social”. Ni el fusilamiento de Benavides en 1822 pudo asegurar la paz en el sur del país. Los Pincheira (bandidos tradicionales que asumieron la defensa del rey y lograron concitar gran apoyo popular) ampliaron enormemente hacia el norte su radio inicial de acción, la zona de Chillán y San Carlos. En 1822 saquearon Parral, en 1823 Linares, en 1825 pasaron a la Pampa argentina. En 1827, atacaron Curicó, Longaví, Cumpeo y la zona de Antuco. De vuelta en Argentina, incursionaron en las zonas de Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. El 10 de julio de 1829 los Pincheira llegaron a las puertas de Mendoza. Al año siguiente alcanzaron las orillas del Maipo, en San José. El gobierno de Chile recurrió a todos los medios para derrotarlos: cerró ciudades, fortificó los pasos cordilleranos, hizo la guerra a los indígenas que los ayudaban y se buscó la alianza con sus enemigos. Solo en 1832, recurriendo a la traición, el general Manuel Bulnes logró vencerlos y tomar la cueva donde funcionaba el cuartel general del último de ellos, José Antonio Pincheira.
La “guerra social” de los campesinos chilenos fue derrotada por las fuerzas del Estado republicano, pero renació en las guerra civiles de 1851 y 1859, siendo adoptada también por otros grupos populares, como los mineros del Norte Chico, que sumándose a los insurrectos liberales aprovecharon la oportunidad para levantarse utilizando los métodos de la “guerra social”: saqueos, depredaciones y castigos a los propietarios sin distinción de bandos políticos.
En estos conflictos y en muchos otros ocurridos durante la Época Contemporánea se pueden apreciar de manera muy decantada los rasgos de toda “guerra social”: violencia extrema sobre el enemigo de clase, de raza o de religión, pero por sobre todo, violencia ejercida directamente por la masa, con un alto grado de autonomía e iniciativa propia, a veces en consenso con ciertas instituciones (partidos. movimientos, organismos estatales, jerarquías militares, civiles o eclesiásticas), pero muy frecuentemente desbordándolas.
Las ejecuciones masivas de prisioneros y la persecución despiadada de los trabajadores parisinos vencidos por las tropas de la burguesía republicana en las jornadas de junio de 1848 y los fusilamientos en masa de “comuneros” en las calles y en el cementerio Père Lachaise de la “ciudad luz” en mayo de 1871, tuvieron el sello de la “guerra social” de los ricos contra los pobres. Los “pogroms” anti judíos en el imperio ruso zarista, el genocidio armenio cometido por los turcos durante la Primera Guerra Mundial, la “solución final” implementada por el nazismo en contra de los judíos, gitanos, ciertos pueblos eslavos y otros grupos considerados como “inferiores” o “subhumanos” durante la Segunda Guerra Mundial, fueron episodios de una “guerra social” de tipo racial. Ciertos pasajes de la guerra civil rusa (combinada con intervención extranjera) después del triunfo de la Revolución de octubre, y la guerra anti campesina (“colectivización forzosa de la agricultura”) decretada por Stalin a fines de la década de 1920 en la Unión Soviética, fueron más bien de tipo clasista. Simplificando, podemos decir que en la primera se enfrentaron con saña los trabajadores revolucionarios con las fuerzas de las antiguas clases dirigentes, aristócratas y burguesas, y en la segunda la nueva clase dominante, la burocracia o nomenklatura soviética, arregló cuentas con el campesinado para someterlo definitivamente al despotismo del Estado burocrático “socialista”. También tuvieron características de “guerra social” de clases las matanzas de cerca de medio millón de comunistas y militantes populares perpetradas en 1965 en Indonesia por los militares con la colaboración activa de numerosos civiles (musulmanes y católicos), lo que prueba que su carácter fue de tipo político y social (no racial ni religioso). El exterminio indonesio se convirtió desde entonces en el símbolo de la “guerra social” de las clases pudientes contra los sueños igualitarios de los desposeídos. “Yakarta viene”, era el siniestro presagio que los golpistas chilenos escribían en los muros de las ciudades durante los mil días de la Unidad Popular, anunciando su “guerra social” anti popular, la “guerra de los momios” de la primavera de 1973.
El genocidio de cerca de dos millones de personas (por ejecuciones y por hambrunas) provocado por el régimen de los “Jemeres rojos” en Camboya entre 1975 y 1979 aunque tuvo algunos rasgos de una “guerra social” clasista (los intelectuales y los habitantes de las ciudades eran considerados automáticamente como enemigos que debían ser exterminados), escapa a nuestra capacidad de clasificación. Tal vez la siquiatría pueda ayudar a encontrar elementos de respuesta. Conformémonos por ahora con anotar que el 25% de la población de ese país pereció como fruto de la locura ideológica de quienes pretendían hacer tabla rasa del pasado para construir una sociedad totalmente nueva.
Las “limpiezas étnicas” que provocaron la Nakba palestina luego de la creación del Estado de Israel en 1948, las operaciones de similar naturaleza implementadas en algunos territorios que habían conformado el disuelto Estado de Yugoslavia en la década de 1990, y las matanzas mutuas de hutus y tutsis en Ruanda y Burundi en las décadas de 1970 y 1990, fueron guerras esencialmente étnicas o raciales. En 1972 los tutsis asesinaron 350.000 hutus en Burundi y esto exacerbó el sentimiento anti-tutsi de la mayoría hutu de la vecina Ruanda. En los años 90 vendría la terrible revancha. En 1994 más de 800.000 tutsis fueron masacrados en este último país. El 75% de los tutsis de Ruanda sucumbió en estas matanzas. Este genocidio fue muy complejo ya que fue planificado por la mayoría de los hutus para eliminar por completo tanto a los tutsis como a los hutus moderados u opositores al gobierno. Pero también miles de hutus fueron aniquilados por los tutsis del Frente Patriótico Revolucionario. El genocidio fue simultáneamente étnico y político. La “guerra social” ruandesa superó todos los records de brutalidad e inhumanidad en un continente en que los actos de este tipo han sido abundantes desde la irrupción del colonialismo europeo. Cabe recalcar que miles de personas de ambas etnias (militares y civiles) participaron en las masacres como ejecutores o cómplices, lo que equivale a decir que el genocidio tuvo un carácter “popular”.
Abreviando nuestro recorrido, no podemos sino llamar la atención contra el uso indiscriminado de este concepto. La “guerra social” es mucho más feroz que la expresión “orgánica” de la lucha de clases o del antagonismo étnico o religioso. Mucho más que unos cuantos bombazos contra objetivos simbólicos o su proclamación en panfletos, periódicos, grafittis callejeros o mensajes en el ciberespacio. La “guerra social” estalla solo cuando las condiciones objetivas y subjetivas convierten a la sociedad en un polvorín que ninguno de los actores en pugna es capaz de controlar. Ni siquiera en su propio y racional beneficio.
Sergio Grez Toso
La idea de “guerra social” nos remite a un conflicto particularmente agudo entre componentes antagónicos de una sociedad, enemigos que se perciben como irreconciliables y que buscan su eliminación completa, no solo política o económica sino también física. El más acendrado odio clasista, racial o religioso es su principal motor. Se trata de enfrentamientos no temperados por mediaciones ideológicas, culturales o políticas como las que intervienen en tiempos “normales”, cuando la hegemonía de unos, o el sistema político, o un consenso social mínimo canalizan el conflicto por cauces que impiden la destrucción mutua de los bandos en lucha.
Características de “guerras sociales” tuvieron los levantamientos de esclavos desde la Antigüedad hasta el siglo XIX y de los campesinos contra sus señores en la Europa de la Edad Media, de los Tiempos Modernos y de comienzos de la Época Contemporánea. La ejecución de los amos acompañó invariablemente estas sublevaciones La quema de castillos y de “cartas” en la que estaban inscritos los derechos feudales que condenaban a los siervos a la más oprobiosa miseria y dominación fue uno de los elementos que minó y terminó por derribar a la sociedad feudal. La “guerra a los castillos” de los campesinos hambrientos y harapientos perturbó durante siglos el sueño de los nobles que, cada vez que se presentó la ocasión, respondieron a la “guerra social” de los pobres con la “guerra social” de los poderosos: los tormentos de todo tipo, la horca, la hoguera, las excomuniones, la acción de curas e inquisidores y la política de tierra arrasada fueron las armas de los dominadores. La “guerra social” de los de arriba fue la respuesta a la “guerra social” de los de abajo.
También tuvieron aspectos de “guerra social” (de razas y de castas) las acciones punitivas de una crueldad extrema de los conquistadores blancos en América, Asia y África, desde los Tiempos Modernos hasta el siglo XX, y los levantamientos de indígenas, negros, amarillos, mestizos y demás mezclas de estos continentes contra sus dominadores. La lista de ejemplos es larguísima. Entre los más conocidos en América podemos citar la insurrección en el siglo XVIII de Tupac Amaru y la feroz reacción represiva en su contra de los representantes del Rey de España en el Virreynato del Perú. Tan o más despiadados como estos fueron los episodios de “depuración étnica” y guerra de castas que acompañaron la rebelión de esclavos negros en Haití a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Allí se enfrentaron esclavos negros contra esclavistas blancos, pero también negros contra mestizos. Intervinieron franceses, españoles e ingleses que concluyeron alianzas momentáneas con los negros o con los mestizos. Estas luchas desembocaron en la formación de la primera república independiente en América Latina. El líder negro Jean-Jacques Dessalines proclamó en 1804 la Independencia de Haití y ordenó la muerte de todos los blancos con la sola excepción de religiosos y médicos, prohibiéndoles que tuvieran propiedades. Los oficiales franceses respondieron ordenando la caza de todos los niños negros de ambos sexos menores de catorce años para ser vendidos como esclavos, Dessalines (que se había hecho proclamar Emperador), replicó arrasando buena parte del sector oriental de la isla (actual Santo Domingo), pero no logró doblegar por completo a los franceses.
Pocos años más tarde la “guerra social” acompañó el nacimiento de varias repúblicas hispanoamericanas. Uno de los casos más crudos fue el de Venezuela. La dirección de la lucha independentista por la aristocracia (la clase mantuana) empujaba a los negros, mulatos, pardos, quinterones, zambos, e incluso a los blancos pobres, a oponerse a los patricios patriotas percibidas como sus principales enemigos. Por ello las masas venezolanas marcharon detrás del capitán de fragata Domingo Monteverde, un canario que desembarcó en 1812 en Corio para defender los derechos del rey de España. Muy pronto sus doscientos treinta hombres (entre españoles y corianos) fueron miles (la inmensa mayoría venezolanos). A nombre del monarca, Monteverde autorizó el saqueo de los mantuanos. Los soldados patriotas se pasaron por centenares a las filas realistas. La guerra adquirió un marcado carácter social: las masas populares saquearon, violaron y destruyeron. Luego de la derrota de Monteverde en 1813, otro español, José Tomás Boves, decretó en los llanos la “guerra a muerte” contra los patriotas. Los llaneros de todos los colores se sumaron en masa a las tropas de este oficial realista e hicieron la “guerra social”. A las matanzas de españoles, canarios y venezolanos sospechosos de ser realistas cometidas por las “Tropas de exterminio” de Bolívar, respondieron las matanzas de mantuanos sin distinción de partidos cometidas por los llaneros de Boves. A pesar de que este caudillo no respetaba ni las iglesias ni su propia palabra, el éxito lo acompañó hasta su muerte en la batalla de Urica (5 de diciembre de 1814), ocasión en que sus tropas derrotaron a los patriotas, provocando el colapso de la Segunda República venezolana. Aunque Bolívar –como todos los representantes de la clase mantuana- era reacio a reconocer el origen racial y social de la guerra que lo expulsó de su país en 1814, terminó hablando de una “guerra de colores”, es decir, de razas. Su cambio de percepción fue acertado. Luego del desembarco de Morillo -un alto oficial español que hacía la guerra en términos más clásicos y no conocía la realidad venezolana-, los llaneros de Boves buscaron entre los jefes de los ejércitos patriotas a aquellos que pudieran garantizarles impunidad por sus acciones pasadas y concederles tierras, rangos militares o pensiones.
Un cierto parecido con lo ocurrido en Venezuela, aunque menos intensamente, se observó en las guerras de Independencia en Chile, especialmente después de la derrota realista de Maipú (1818). El chileno Vicente Benavides acaudilló a los partidarios del rey de España en el sur y desarrolló la “guerra a muerte” contra los patriotas. También se sumaron a la resistencia realista varias montoneras autónomas, la banda guerrillera de los hermanos Pincheira y algunas tribus mapuches. Ambos bandos cometieron todo tipo de atropellos y exacciones. Las autoridades patriotas reconocieron la “guerra de vandalaje”, incentivando la violencia sin cuartel. Miles de campesinos chilenos se unieron a las fuerzas del monarca por odio a sus patrones criollos y para escapar a las levas forzosas de los ejércitos de “la Patria”. La guerra campesina realista adquirió, como en tantas otras oportunidades un carácter “social”. Ni el fusilamiento de Benavides en 1822 pudo asegurar la paz en el sur del país. Los Pincheira (bandidos tradicionales que asumieron la defensa del rey y lograron concitar gran apoyo popular) ampliaron enormemente hacia el norte su radio inicial de acción, la zona de Chillán y San Carlos. En 1822 saquearon Parral, en 1823 Linares, en 1825 pasaron a la Pampa argentina. En 1827, atacaron Curicó, Longaví, Cumpeo y la zona de Antuco. De vuelta en Argentina, incursionaron en las zonas de Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. El 10 de julio de 1829 los Pincheira llegaron a las puertas de Mendoza. Al año siguiente alcanzaron las orillas del Maipo, en San José. El gobierno de Chile recurrió a todos los medios para derrotarlos: cerró ciudades, fortificó los pasos cordilleranos, hizo la guerra a los indígenas que los ayudaban y se buscó la alianza con sus enemigos. Solo en 1832, recurriendo a la traición, el general Manuel Bulnes logró vencerlos y tomar la cueva donde funcionaba el cuartel general del último de ellos, José Antonio Pincheira.
La “guerra social” de los campesinos chilenos fue derrotada por las fuerzas del Estado republicano, pero renació en las guerra civiles de 1851 y 1859, siendo adoptada también por otros grupos populares, como los mineros del Norte Chico, que sumándose a los insurrectos liberales aprovecharon la oportunidad para levantarse utilizando los métodos de la “guerra social”: saqueos, depredaciones y castigos a los propietarios sin distinción de bandos políticos.
En estos conflictos y en muchos otros ocurridos durante la Época Contemporánea se pueden apreciar de manera muy decantada los rasgos de toda “guerra social”: violencia extrema sobre el enemigo de clase, de raza o de religión, pero por sobre todo, violencia ejercida directamente por la masa, con un alto grado de autonomía e iniciativa propia, a veces en consenso con ciertas instituciones (partidos. movimientos, organismos estatales, jerarquías militares, civiles o eclesiásticas), pero muy frecuentemente desbordándolas.
Las ejecuciones masivas de prisioneros y la persecución despiadada de los trabajadores parisinos vencidos por las tropas de la burguesía republicana en las jornadas de junio de 1848 y los fusilamientos en masa de “comuneros” en las calles y en el cementerio Père Lachaise de la “ciudad luz” en mayo de 1871, tuvieron el sello de la “guerra social” de los ricos contra los pobres. Los “pogroms” anti judíos en el imperio ruso zarista, el genocidio armenio cometido por los turcos durante la Primera Guerra Mundial, la “solución final” implementada por el nazismo en contra de los judíos, gitanos, ciertos pueblos eslavos y otros grupos considerados como “inferiores” o “subhumanos” durante la Segunda Guerra Mundial, fueron episodios de una “guerra social” de tipo racial. Ciertos pasajes de la guerra civil rusa (combinada con intervención extranjera) después del triunfo de la Revolución de octubre, y la guerra anti campesina (“colectivización forzosa de la agricultura”) decretada por Stalin a fines de la década de 1920 en la Unión Soviética, fueron más bien de tipo clasista. Simplificando, podemos decir que en la primera se enfrentaron con saña los trabajadores revolucionarios con las fuerzas de las antiguas clases dirigentes, aristócratas y burguesas, y en la segunda la nueva clase dominante, la burocracia o nomenklatura soviética, arregló cuentas con el campesinado para someterlo definitivamente al despotismo del Estado burocrático “socialista”. También tuvieron características de “guerra social” de clases las matanzas de cerca de medio millón de comunistas y militantes populares perpetradas en 1965 en Indonesia por los militares con la colaboración activa de numerosos civiles (musulmanes y católicos), lo que prueba que su carácter fue de tipo político y social (no racial ni religioso). El exterminio indonesio se convirtió desde entonces en el símbolo de la “guerra social” de las clases pudientes contra los sueños igualitarios de los desposeídos. “Yakarta viene”, era el siniestro presagio que los golpistas chilenos escribían en los muros de las ciudades durante los mil días de la Unidad Popular, anunciando su “guerra social” anti popular, la “guerra de los momios” de la primavera de 1973.
El genocidio de cerca de dos millones de personas (por ejecuciones y por hambrunas) provocado por el régimen de los “Jemeres rojos” en Camboya entre 1975 y 1979 aunque tuvo algunos rasgos de una “guerra social” clasista (los intelectuales y los habitantes de las ciudades eran considerados automáticamente como enemigos que debían ser exterminados), escapa a nuestra capacidad de clasificación. Tal vez la siquiatría pueda ayudar a encontrar elementos de respuesta. Conformémonos por ahora con anotar que el 25% de la población de ese país pereció como fruto de la locura ideológica de quienes pretendían hacer tabla rasa del pasado para construir una sociedad totalmente nueva.
Las “limpiezas étnicas” que provocaron la Nakba palestina luego de la creación del Estado de Israel en 1948, las operaciones de similar naturaleza implementadas en algunos territorios que habían conformado el disuelto Estado de Yugoslavia en la década de 1990, y las matanzas mutuas de hutus y tutsis en Ruanda y Burundi en las décadas de 1970 y 1990, fueron guerras esencialmente étnicas o raciales. En 1972 los tutsis asesinaron 350.000 hutus en Burundi y esto exacerbó el sentimiento anti-tutsi de la mayoría hutu de la vecina Ruanda. En los años 90 vendría la terrible revancha. En 1994 más de 800.000 tutsis fueron masacrados en este último país. El 75% de los tutsis de Ruanda sucumbió en estas matanzas. Este genocidio fue muy complejo ya que fue planificado por la mayoría de los hutus para eliminar por completo tanto a los tutsis como a los hutus moderados u opositores al gobierno. Pero también miles de hutus fueron aniquilados por los tutsis del Frente Patriótico Revolucionario. El genocidio fue simultáneamente étnico y político. La “guerra social” ruandesa superó todos los records de brutalidad e inhumanidad en un continente en que los actos de este tipo han sido abundantes desde la irrupción del colonialismo europeo. Cabe recalcar que miles de personas de ambas etnias (militares y civiles) participaron en las masacres como ejecutores o cómplices, lo que equivale a decir que el genocidio tuvo un carácter “popular”.
Abreviando nuestro recorrido, no podemos sino llamar la atención contra el uso indiscriminado de este concepto. La “guerra social” es mucho más feroz que la expresión “orgánica” de la lucha de clases o del antagonismo étnico o religioso. Mucho más que unos cuantos bombazos contra objetivos simbólicos o su proclamación en panfletos, periódicos, grafittis callejeros o mensajes en el ciberespacio. La “guerra social” estalla solo cuando las condiciones objetivas y subjetivas convierten a la sociedad en un polvorín que ninguno de los actores en pugna es capaz de controlar. Ni siquiera en su propio y racional beneficio.
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