La minería ha alcanzado en los últimos tiempos un nivel de repercusión en los medios de comunicación como pocas veces se ha visto. Las causas de ello son múltiples y en general están asociadas a fuertes cuestionamientos tanto a proyectos de minería a cielo abierto como a la utilización del cianuro en el proceso de obtención de oro.
La socióloga Maristella Svampa, una de las principales referentes del movimiento de resistencia antiminería, ve en lo anterior una reacción al “nuevo tipo de minería. Los minerales ya no se encuentran bajo la forma de vetas sino que están diseminados, muchos de ellos, en la cordillera y precordillera. Esto lleva a utilizar tecnologías altamente agresivas que devastan el medio ambiente.
En la Argentina, existe además un marco impositivo de privilegio que fue sancionado durante el gobierno de Carlos Menem y está vigente. Asimismo, describe la megaminería a cielo abierto como “el proceso que se pone en marcha para obtener los recursos naturales, cada vez más escasos. Dinamitan montañas enteras y utilizan sustancias químicas, como el cianuro, para separar el metal. Para eso, requieren grandes cantidades de agua y energía”. El texto anterior remite a dos líneas de argumentación, una correcta, a mi juicio, la otra no tanto.
Se coincide en que efectivamente hay un marco legal muy favorable para los negocios de las empresas multinacionales, elaborado en la década pasada, con una clara impronta neoliberal y cuya referencia principal es el Código Minero actualmente vigente. Sin embargo, la referencia a los emprendimientos a cielo abierto carece totalmente de asidero.
Las minas a cielo abierto no constituyen un nuevo tipo de minería; por el contrario, tienen una larga historia. Así, Chuquicamata (ubicada en Chile, siendo la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo) comenzó sus operaciones en 1915. La de Bingham Canyon en el Estado de Utah, Estados Unidos, la segunda en tamaño (y que aparte de cobre produce también oro, plata y molibdeno) inició su producción hacia 1904.
A modo de ejemplo, y para hacernos idea de las dimensiones, diremos que esta última mina tiene 4 km de ancho, con unos mil doscientos metros de profundidad (con un plan que estipula ampliar esta dimensión un kilómetro más), ocupando aproximadamente 8 kilómetros cuadrados de superficie. Por otra parte, ya viejos manuales de minería se ocupaban de las cuestiones más técnicas de este tipo de emprendimientos.
Mencionemos, por ejemplo, a dos de ellos que reflejan el estado del arte de la década de 1950, y que nos ilustran tanto de los requisitos a cumplir para optar por este tipo de laboreo minero como de sus ventajas y desventajas: “Explotación de minas” de V. Vidal -texto de origen francés, edición española de 1966- y “Elección y crítica de los métodos de explotación de minería” de B. Stoces, autor alemán, traducción española de 1963.
En síntesis, la minería a cielo abierto tiene larga data y también actualidad y vigencia, más allá de los lugares específicos de Latinoamérica a los que hacía referencia la Dra. Svampa: en mayo del 2009 la empresa Dragon Mining comenzó a operar la mina de oro a cielo abierto de Jokisivu, en Finlandia (uno de los países con mejor Índice de Desarrollo Humano, IDH, según el PNUD -Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo).
Por otra parte, tampoco es novedosa la utilización de cianuro en los procesos de obtención de oro, ya que se lo usa desde 1887. Actualmente, cerca del 20% de la producción mundial de cianuro se utiliza con fines mineros. Su uso adecuado, esencial para minimizar los impactos ambientales y riesgos laborales implica, por cierto, una ingeniería de calidad, cuidadosos monitoreos y el mantenimiento de buenas prácticas estandarizadas para su correcto manejo. Su condición de sustancia tóxica (en particular en su forma de cianuro de hidrógeno gaseoso) no elimina ciertamente la posibilidad de manipularlo de manera segura y efectiva.
A pesar de lo anteriormente expresado, la mezcla “minería a cielo abierto + cianuro” se ha convertido en un término tabú, una frase siempre dispuesta en tiempo y forma para suscitar el temor y el pánico de la población. Y para reducir estas sensaciones de intranquilidad no alcanza con apelar a la ciencia y la tecnología. La razón: éstas también se ponen bajo la lupa de la sospecha.
Un reciente libro publicado en el Perú -José de Echave C. y otros: “Minería y territorio en el Perú. Conflictos, resistencias y propuestas en tiempos de globalización”, Lima, junio de 2009- nos ayuda a encontrar pistas para poder entender este fenómeno.
Se afirma en la parte introductoria de este texto -en el que figura también como autora de un artículo la ya mencionada Dra. Svampa- que el mismo nace como resultado de profundas concepciones epistemológicas, básicamente la noción de que las ciencias no son neutrales sino que reflejan, inclusive en su propio núcleo cognitivo, las tensiones sociales y las relaciones de poder.
Dos autores vienen a fortalecer este punto de vista: por una parte el destacado filósofo francés Michel Foucault, por otra el sociólogo y jurista portugués Boaventura de Sousa Santos. Detengámonos en este último autor. Si bien sus principales ideas se han visto reflejadas en una prolífica producción de artículos y libros (en particular las referidas a explicitar sus nociones de Sociología de las Ausencias y Ecología de los Saberes) su trabajo “Um discurso sobre as Ciencias na transição para uma ciência pós-moderna” ha tenido amplia repercusión. Expone aquí la habitual crítica posmoderna al proyecto histórico de la Ilustración y a la noción de racionalidad, con sus consecuentes dardos dirigidos hacia la ciencia y el progreso. Dice allí Sousa Santos que “la ciencia moderna no es la única explicación posible de la realidad y que no hay ningún elemento que indique que la razón científica pueda considerarse mejor que las explicaciones alternativas de la metafísica, la astrología, la religión, el arte y la poesía”.
En esta concepción el papel preponderante que la ciencia y la tecnología tienen en la sociedad contemporánea no se debería a su más adecuada pertinencia, sino básicamente a relaciones de poder. Así, la ciencia newtoniana no sería otra cosa más que un epifenómeno de las relaciones de producción capitalistas.
Por tanto, la ciencia no es el auxilio que los pueblos requieren para la solución racional de sus problemas, ya que la propia ciencia forma parte de la superestructura capitalista y por tanto legitima a este sistema. La ciencia es, entonces, un relato más, tan válido como otros. De ahí que no se requiera de una particular competencia para describirla, alcanza con análisis de discurso y crítica literaria.
Esto es llevado a cabo escrupulosamente en el libro de batalla de la cruzada argentina contra la minería: Svampa M. y Antonelli, M. (editores), “Minería Transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales”, Buenos Aires, 2009. La razón: un porcentaje mayor de los autores son traductores literarios o posgraduados en letras.
El clima anticientífico que se estimula no es patrimonio del posmodernismo. Si bien la mayoría de sus seguidores se incluye a sí misma dentro de las tradiciones democráticas de izquierda, su horizonte difiere de los de la izquierda tradicional, en particular del marxismo al que ven como un hijo dilecto de la modernidad y por tanto sujeto a sistemáticas y furibundas críticas.
No obstante, aquel pluralismo bienhechor que se invoca, en particular cuando se postula la existencia de tantas ciencias como culturas hay, nos remonta a un personaje que nada tenía de izquierdista. Oswald Spengler, historiador irracionalista alemán, derechista y monárquico, en su libro “La decadencia de Occidente” (1922) relata que “Cada cultura se ha creado un grupo de imágenes para caracterizar los procesos; esas imágenes son para ella las únicas verdaderas… Por eso no existe una física absoluta, sino físicas particulares que aparecen y desaparecen en las culturas particulares”. A veces, es bueno recordarlo, los extremos se juntan.
Conclusión transitoria
Al problema minero se le puede encontrar un arreglo satisfactorio para los intereses de la población, apelando a la participación popular y a la adopción de un sólido enfoque científico y tecnológico. Además, es preciso contar con un Estado activo y efectivo, modificando para ello el Código Minero, de manera que permita abrir horizontes más acordes al interés nacional, apostando por un desarrollo que incorpore valor agregado a la cadena productiva y que sea, asimismo, cuidadoso del entorno medioambiental.
Artículo publicado en www.rionegro.com.ar
La socióloga Maristella Svampa, una de las principales referentes del movimiento de resistencia antiminería, ve en lo anterior una reacción al “nuevo tipo de minería. Los minerales ya no se encuentran bajo la forma de vetas sino que están diseminados, muchos de ellos, en la cordillera y precordillera. Esto lleva a utilizar tecnologías altamente agresivas que devastan el medio ambiente.
En la Argentina, existe además un marco impositivo de privilegio que fue sancionado durante el gobierno de Carlos Menem y está vigente. Asimismo, describe la megaminería a cielo abierto como “el proceso que se pone en marcha para obtener los recursos naturales, cada vez más escasos. Dinamitan montañas enteras y utilizan sustancias químicas, como el cianuro, para separar el metal. Para eso, requieren grandes cantidades de agua y energía”. El texto anterior remite a dos líneas de argumentación, una correcta, a mi juicio, la otra no tanto.
Se coincide en que efectivamente hay un marco legal muy favorable para los negocios de las empresas multinacionales, elaborado en la década pasada, con una clara impronta neoliberal y cuya referencia principal es el Código Minero actualmente vigente. Sin embargo, la referencia a los emprendimientos a cielo abierto carece totalmente de asidero.
Las minas a cielo abierto no constituyen un nuevo tipo de minería; por el contrario, tienen una larga historia. Así, Chuquicamata (ubicada en Chile, siendo la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo) comenzó sus operaciones en 1915. La de Bingham Canyon en el Estado de Utah, Estados Unidos, la segunda en tamaño (y que aparte de cobre produce también oro, plata y molibdeno) inició su producción hacia 1904.
A modo de ejemplo, y para hacernos idea de las dimensiones, diremos que esta última mina tiene 4 km de ancho, con unos mil doscientos metros de profundidad (con un plan que estipula ampliar esta dimensión un kilómetro más), ocupando aproximadamente 8 kilómetros cuadrados de superficie. Por otra parte, ya viejos manuales de minería se ocupaban de las cuestiones más técnicas de este tipo de emprendimientos.
Mencionemos, por ejemplo, a dos de ellos que reflejan el estado del arte de la década de 1950, y que nos ilustran tanto de los requisitos a cumplir para optar por este tipo de laboreo minero como de sus ventajas y desventajas: “Explotación de minas” de V. Vidal -texto de origen francés, edición española de 1966- y “Elección y crítica de los métodos de explotación de minería” de B. Stoces, autor alemán, traducción española de 1963.
En síntesis, la minería a cielo abierto tiene larga data y también actualidad y vigencia, más allá de los lugares específicos de Latinoamérica a los que hacía referencia la Dra. Svampa: en mayo del 2009 la empresa Dragon Mining comenzó a operar la mina de oro a cielo abierto de Jokisivu, en Finlandia (uno de los países con mejor Índice de Desarrollo Humano, IDH, según el PNUD -Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo).
Por otra parte, tampoco es novedosa la utilización de cianuro en los procesos de obtención de oro, ya que se lo usa desde 1887. Actualmente, cerca del 20% de la producción mundial de cianuro se utiliza con fines mineros. Su uso adecuado, esencial para minimizar los impactos ambientales y riesgos laborales implica, por cierto, una ingeniería de calidad, cuidadosos monitoreos y el mantenimiento de buenas prácticas estandarizadas para su correcto manejo. Su condición de sustancia tóxica (en particular en su forma de cianuro de hidrógeno gaseoso) no elimina ciertamente la posibilidad de manipularlo de manera segura y efectiva.
A pesar de lo anteriormente expresado, la mezcla “minería a cielo abierto + cianuro” se ha convertido en un término tabú, una frase siempre dispuesta en tiempo y forma para suscitar el temor y el pánico de la población. Y para reducir estas sensaciones de intranquilidad no alcanza con apelar a la ciencia y la tecnología. La razón: éstas también se ponen bajo la lupa de la sospecha.
Un reciente libro publicado en el Perú -José de Echave C. y otros: “Minería y territorio en el Perú. Conflictos, resistencias y propuestas en tiempos de globalización”, Lima, junio de 2009- nos ayuda a encontrar pistas para poder entender este fenómeno.
Se afirma en la parte introductoria de este texto -en el que figura también como autora de un artículo la ya mencionada Dra. Svampa- que el mismo nace como resultado de profundas concepciones epistemológicas, básicamente la noción de que las ciencias no son neutrales sino que reflejan, inclusive en su propio núcleo cognitivo, las tensiones sociales y las relaciones de poder.
Dos autores vienen a fortalecer este punto de vista: por una parte el destacado filósofo francés Michel Foucault, por otra el sociólogo y jurista portugués Boaventura de Sousa Santos. Detengámonos en este último autor. Si bien sus principales ideas se han visto reflejadas en una prolífica producción de artículos y libros (en particular las referidas a explicitar sus nociones de Sociología de las Ausencias y Ecología de los Saberes) su trabajo “Um discurso sobre as Ciencias na transição para uma ciência pós-moderna” ha tenido amplia repercusión. Expone aquí la habitual crítica posmoderna al proyecto histórico de la Ilustración y a la noción de racionalidad, con sus consecuentes dardos dirigidos hacia la ciencia y el progreso. Dice allí Sousa Santos que “la ciencia moderna no es la única explicación posible de la realidad y que no hay ningún elemento que indique que la razón científica pueda considerarse mejor que las explicaciones alternativas de la metafísica, la astrología, la religión, el arte y la poesía”.
En esta concepción el papel preponderante que la ciencia y la tecnología tienen en la sociedad contemporánea no se debería a su más adecuada pertinencia, sino básicamente a relaciones de poder. Así, la ciencia newtoniana no sería otra cosa más que un epifenómeno de las relaciones de producción capitalistas.
Por tanto, la ciencia no es el auxilio que los pueblos requieren para la solución racional de sus problemas, ya que la propia ciencia forma parte de la superestructura capitalista y por tanto legitima a este sistema. La ciencia es, entonces, un relato más, tan válido como otros. De ahí que no se requiera de una particular competencia para describirla, alcanza con análisis de discurso y crítica literaria.
Esto es llevado a cabo escrupulosamente en el libro de batalla de la cruzada argentina contra la minería: Svampa M. y Antonelli, M. (editores), “Minería Transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales”, Buenos Aires, 2009. La razón: un porcentaje mayor de los autores son traductores literarios o posgraduados en letras.
El clima anticientífico que se estimula no es patrimonio del posmodernismo. Si bien la mayoría de sus seguidores se incluye a sí misma dentro de las tradiciones democráticas de izquierda, su horizonte difiere de los de la izquierda tradicional, en particular del marxismo al que ven como un hijo dilecto de la modernidad y por tanto sujeto a sistemáticas y furibundas críticas.
No obstante, aquel pluralismo bienhechor que se invoca, en particular cuando se postula la existencia de tantas ciencias como culturas hay, nos remonta a un personaje que nada tenía de izquierdista. Oswald Spengler, historiador irracionalista alemán, derechista y monárquico, en su libro “La decadencia de Occidente” (1922) relata que “Cada cultura se ha creado un grupo de imágenes para caracterizar los procesos; esas imágenes son para ella las únicas verdaderas… Por eso no existe una física absoluta, sino físicas particulares que aparecen y desaparecen en las culturas particulares”. A veces, es bueno recordarlo, los extremos se juntan.
Conclusión transitoria
Al problema minero se le puede encontrar un arreglo satisfactorio para los intereses de la población, apelando a la participación popular y a la adopción de un sólido enfoque científico y tecnológico. Además, es preciso contar con un Estado activo y efectivo, modificando para ello el Código Minero, de manera que permita abrir horizontes más acordes al interés nacional, apostando por un desarrollo que incorpore valor agregado a la cadena productiva y que sea, asimismo, cuidadoso del entorno medioambiental.
Artículo publicado en www.rionegro.com.ar
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