sábado, 11 de julio de 2009

LAS AUTONOMÍAS INDIGENAS EN MEXICO: DE LA DEMANDA DE RECONOCIMIENTO A SU CONSTRUCCION



Hace ya algunos años el debate por las autonomía ocupaba el papel central de los foros de y para los miembros de los pueblos, en este marco el abogado mixteco, Francisco López Bárcenas, uno de los representantes más claros del pueblo ñu saavi, realizó el aporte que presentamos a continuación, por considerar que abona en el debate que ocupa a los cuicatecos.


LAS AUTONOMÍAS INDIGENAS EN MEXICO: DE LA DEMANDA DE RECONOCIMIENTO A SU CONSTRUCCION

POR: Francisco López Bárcenas

Mayo del 2006


Introducción


En el año 2001 Estado Mexicano vivió un controvertido proceso legislativo mediante el cual reformó su Constitución Política con la finalidad de reconocer en ella los derechos de los pueblos indígenas. Lo controvertido provino de varios aspectos. Uno de ellos, político, fue que con la reforma se buscaba resolver las causas que dieron origen al levantamiento de los indígenas chiapanecos organizados en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), según disposición de la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas[1], En concreto se trataba de cumplir lo pactado en los Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígena, mejor conocidos como Acuerdos de San Andrés. Con base en dichos acuerdos la Comisión de Concordia y Pacificación -integrada con representaciones de los poderes Legislativo y Ejecutivo Federal, así como una representación del estado de Chiapas- por acuerdo de las partes en conflicto había laborado desde noviembre de 1996 elaboró una propuesta de reforma constitucional que los rebeldes aceptaron pero el gobierno rechazó y por eso no se envió al Congreso de la Unión sino hasta el 5 de diciembre del año 2000 –cuatro años después-, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) había perdido las elecciones para Presidente de la república y gobernaba el Partido Acción Nacional (PAN), de orientación derechista.


Por otro lado el proceso también fue controvertido por el tipo de derechos que se buscaba incorporar en la Constitución Federal y lo que eso implicaba. De por si una reforma a la Carta Magna no es un asunto cualquiera, pues no se trata de la reforma a una de las leyes del orden jurídico, sino de aquella sobre la cual descansa el pacto federal, es decir, la que determina el tipo de organización política que los habitantes de un Estado se dan para poder organizar su vida social. En estricto sentido una reforma constitucional más que modificar el orden jurídico transforma las bases políticas sobre las que descansa. Pero en este caso, además de eso, se trataba de reconocer por primera vez desde que se formó el Estado Mexicano, a los pueblos indígenas como parte fundante de la nación y sus derechos colectivos. En otras palabras, no se trataba de un proceso para reformar una ley que otorgara más derechos individuales a las personas que pertenecen a algún pueblo indígena de los 62 existentes en el país, sino de reconocer nuevos sujetos de derechos con derechos específicos.


Pero nada de eso sucedió. De acuerdo con el contenido de la reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación[2] se adicionó un segundo y tercer párrafos al artículo 1º, se reformó el artículo 2º, se derogó el párrafo primero del artículo 4º, se adicionó un sexto párrafo al artículo 18 y un último párrafo a la fracción tercera del artículo 115 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Sin embargo el contenido de estas modificaciones se apartó de lo pactado en los acuerdos de San Andrés y por lo mismo no satisfizo a ninguna de las partes, quienes de inmediato la rechazaron. Los pueblos indígenas de México fueron más allá. Por medio de los municipios ubicados en sus territorios interpusieron alrededor de 330 controversias constitucionales demandando la nulidad del proceso legislativo, por las serias violaciones que se cometieron durante el proceso de reforma, pero la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó que eran improcedentes y no entró al estudio de los argumentos. Así se cerró toda posibilidad de establecer un diálogo entre el estado y los pueblos indígenas. Decepcionados, estos regresaron a sus comunidades a construir sus autonomías.


Tiempos de autonomías


Cancelada la posibilidad de reconocer los derechos de los pueblos indígenas, lo mismo que el diálogo por la vía institucional, diversas organizaciones indígenas llamaron a construir autonomías de hecho. La propuesta no era novedosa. Ya varias organizaciones se encontraban en esos procesos desde años atrás. Tan sólo en el estado de Chiapas, desde octubre de 1994 el Consejo Estatal de Organizaciones Indígenas de Chiapas (CEOIC) y la Asamblea Estatal del Pueblo Chiapaneco (AEPCH) llamaron a formar Regiones Autónomas Multiétnicas. En esas mismas fechas comunidades indígenas ligadas a la Central Independientes de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) constituyeron la región autónoma Norte del estado, que abarcó diez municipios previamente existentes; el Movimiento Campesino Regional Independiente (MOCRI) estableció el municipio independiente de “Marqués de Comillas” en el municipio oficial de Ocosingo, al tiempo que en ese mismo municipio la Coalición de Organizaciones Autónomas de Ocosingo (COAO) conformaban gobiernos autónomos y ocupaban el poder formal; mientras en el de Las Margaritas, el Frente Independiente de Pueblos Indígenas (FIPI) proclamó la región autónoma Fronteriza. Otras fuerzas políticas como la Organización Indígena de los Altos de Chiapas (ORIACH), el Movimiento Democrático de Chalchihuitán (MODECH), la Organización Indígena de Cancuc (OIC) y la Organización Indígena Samuel Satik (OIS) declararon autonomías en los territorios donde tenían influencia.[3] La demanda indígena de autonomía había adquirido carta de naturalización entre los movimientos indígenas. Se trataba de un reclamo construido durante años y que la rebelión zapatista había colocado como el eje en torno al cual se darían después las movilizaciones.[4]


El inicio de procesos de construcción de gobiernos autónomos, como las discusiones anteriores a ellos, corrió a cargo de organizaciones indígenas que ya tenían años trabajando el tema y la rebelión zapatista les había proporcionado la coyuntura necesaria para proceder a su implementación. Pero el EZLN, de manera directa, realizó el mismo esfuerzo, instalando sus propios gobiernos autónomos en los territorios que controlaba. En el mes de diciembre de ese mismo año, como parte de su campaña “Paz con Justicia y Dignidad”, informó de la creación de 38 municipios autónomos[5]. De igual manera, el Congreso Nacional Indígena, el movimiento que aglutinó a las organizaciones indígenas independientes a partir del año de 1996, impulsó una política similar meses después. A estos esfuerzos, que tuvieron impacto nacional, siguieron otros de menor impacto político pero en algunos casos más efectivos: en el Estado de Guerrero después se crearía en municipio Rancho Nuevo de la Democracia y tiempo después algunas comunidades de Michoacán y el Estado de México se declararon autónomas. Paralelamente a ello, otras comunidades estaban luchando por ejercer su autonomía, muchas veces sin declararlo así, como sería el caso de la Policía Comunitaria y el municipio Amuzgo de Xochixtlahuaca, en el Estado de Guerrero,[6] y las luchas de las comunidades zapotecas agrupadas en el Consejo Unihidalguense en el Municipio de Juchitán, las mixes de San Miguel Quezaltepec, las mixtecas de San Isidro Vistahermosa y Yosotatu, en el municipio de Tlaxiaco, y las de la región triqui alta, en el estado de Oaxaca.


Con el paso del tiempo varios de esos procesos sucumbieron porque no contaron con la participación mayoritaria de las comunidades involucradas, o porque los líderes de las organizaciones que los impulsaron no resistieron las ofertas gubernamentales para abandonarlos, o también porque cuando no aceptaron la coptación oficial la represión se encargó de someterlos. Sólo sobrevivieron aquellos que contaron con la suficiente fuerza y una dirección política capaz de resistir la embestida gubernamental. Pero antes de desaparecer nos dejaron importantes enseñanzas, tanto en sus aciertos como en sus errores, para trazar el camino hacia el futuro.


Que aquel llamado a construir autonomías de hecho no hubiera sido una propuesta novedosa no le restaba ningún mérito. En una coyuntura en donde el Estado mexicano había cerrado todas las puertas a los pueblos indígenas para el reconocimiento y ejercicio de sus derechos, constituía una respuesta inteligente y oportuna, en la medida que no apostaba por la resignación ni por la violencia como muchos esperaban sino, retomando la experiencia histórica de los pueblos indígenas, buscaba concretar en los hechos lo que se buscó que el gobierno reconociera en las leyes. El problema era el porqué y cómo hacerlo, para evitar el riesgo de que se convirtiera en una propuesta vacía, que podía llenarse de muchos contenidos: diluirse en declaraciones públicas sin sustento de base; o bien, que su lugar fuera ocupado por proyectos surgidos desde el gobierno, o también radicalizarse al grado sólo enfrentarlo sin ninguna propuesta de futuro. En esa situación, más que ponerse a discutir sobre el problema, las comunidades indígenas avanzaron y en el camino resolvieron algunos de los problemas que aparentemente no tenían solución, con lo cual nos aportaron una experiencia cuyos impactos todavía no es posible evaluar en su totalidad.


El momento culminante de estos procesos lo volvió a dar el EZLN. En el mes de julio del año 2003 anunció la desaparición de los Aguascalientes, espacios que durante casi diez años le sirvieron para establecer interlocución con los movimientos sociales de México y el mundo. Junto con esa desaparición los zapatistas anunciaron la creación de Caracoles y Juntas de Buen Gobierno, especies de gobiernos regionales que quedaron instalados el nueve de agosto de ese mismo año. Al gobierno federal la medida lo desconcertó al grado que las primeras declaraciones del Secretario de Gobernación fueron en el sentido de no permitir que los zapatistas llevaran a cabo sus planes, para días después rectificar y decir que las Juntas de Buen Gobierno eran totalmente constitucionales, como una forma de sumir que “no pasaba nada” y no desatar un problema que se les saliera de las manos.


Las razones autonómicas



Lo primero que se vio en esta nueva etapa de las luchas de los pueblos indígenas es que la construcción de autonomías representa una propuesta concreta a la necesidad de formular, desde los propios pueblos y de manera seria y profunda, una política que de respuesta a la pluriculturalidad de la sociedad mexicana, situación reconocida en la reforma constitucional impugnada pero negada en la realidad. Porque el reconocimiento de la pluriculturalidad de la sociedad, sustentada en la presencia de sus pueblos indígenas –como dice la Constitución Federal-, debería obligar al Estado y a la sociedad a reconocer a los pueblos indígenas como sujetos de derecho colectivo, y en consecuencia a garantizarle sus derechos, lo cual conllevaría a su vez a modificar las bases sobre las que se funda el Estado nacional, para que los incluyan, y de esa manera los pueblos indígenas como tales sean parte integrante del Estado, sin dejar de ser lo que son, pero sin conservar su condición de sociedades colonizadas. En otras palabras, las autonomías que los pueblos indígenas luchan por construir son necesarias porque existen diversas sociedades con culturas diferentes a la dominante, con presencia previa inclusive a la formación del Estado nacional y que a pesar de las políticas colonialistas impulsadas contra ellos conservan su propio horizonte de vida. Las autonomías son cuestiones de derecho, no de políticas. Crean obligaciones de Estado con los pueblos indígenas, no le dan facultades para que desarrolle las políticas dirigidas a ellos y que a él le parezcan convenientes.


Lo anterior es fundamental para entender tanto el reclamo de reconocimiento constitucional del derecho a la autonomía, como los procesos para implementarlas de hecho. Porque en su origen el Estado mexicano –como los demás Estados latinoamericanos- se fundó bajo la idea de una sociedad homogénea, compuesta de individuos sometidos a un sólo régimen jurídico y político y por lo mismo con iguales derechos para todos. Pero eso resolvería un problema normativo, no la realidad social en que los pueblos indígenas se han desenvuelto, que siempre resulta ser más compleja. La legislación que durante todo el siglo XIX y parte del XX se elaboró sobre esta materia fue para negar estos derechos, no para reconocerlos, lo cual, dicho de paso, nos aclara que no todas las leyes reconocen derechos, hay algunas que los niegan. Los indígenas han entendido esto por eso se rebelan ante una legislación que no cumple con sus expectativas, porque no les garantiza ni siquiera derechos mínimos. Ellos reclaman derechos fundamentales que saben o intuyen que existen, más allá de los contenidos de las legislaciones estatales.


A contrapelo de esta realidad, el gobierno mexicano se ha apropiado del discurso del movimiento indígena, despojándolo de su contenido y ha comenzado a hablar de una ‘nueva relación entre los pueblos indígenas y el gobierno’, así como de elaborar ‘políticas transversales’, con la participación de los interesados, cuando en realidad sigue impulsando los mismos programas indigenistas de hace años que los pueblos indígenas rechazan. Para legitimar su discurso y sus acciones ha incorporado a la administración pública algunos líderes indígenas que por mucho tiempo habían luchado por la autonomía, quienes les sirven de pantalla para mostrar una continuidad que presentan como cambio.


En estas condiciones la decisión de los movimientos indígenas de impulsar las autonomías de hecho resulta una política correcta y una práctica consecuente para el movimiento indígena. Pero no es una tarea fácil. En la realidad cotidiana, esta situación genera problemas que requieren solución para la consolidación de los procesos autonómicos. Entre ellos se pueden mencionar los sujetos de la autonomía, los contenidos de ella y los procesos para su construcción.


Los sujetos de las autonomías


Si se asume que la autonomía es una expresión concreta del derecho de la libredeterminación y que éste es un derecho de los pueblos, no se puede olvidar que los sujetos titulares de los derechos indígenas son los pueblos indígenas, no las comunidades que los integran, menos las organizaciones que ellos construyen para impulsar su lucha. Es por eso que junto con la construcción de las autonomías los movimientos indígenas asumen el compromiso de su reconstitución. En esta coyuntura específica, dada la fragmentación en que se encuentra la mayoría de los pueblos indígenas, las comunidades resultan importantes para articular sus luchas de resistencia y construcción de las autonomías, pero no renuncian a la utopía de reconstituir los pueblos indígenas de los que forman parte, para que éstos asuman la titularidad del derecho. Por esa razón la defensa de los derechos comunitarios la hacen al mismo tiempo que establecen relaciones con otras comunidades y pueblos de sus países y de otros, para apoyarse mutuamente en sus demandas propias pero también enarbolando demandas comunes.


En otras palabras, se necesita que los pueblos indígenas se conviertan en sujetos políticos plenos superando las divisiones internas y los conflictos intercomunitiarios en que muchas veces viven, para lo cual combaten las causas que los provocan, entre las cuales existen unas externas y otras internas. Entre las primeras sobresalen los diseños institucionales de los Estados, que los excluyen, así como las políticas de dominación ejercida en la vida cotidiana; mientras en las internas se pueden contar problemas concretos de la vida de las comunidades y los intereses de sus habitantes, que chocan con los de sus vecinos. Como es lógico entender, a cada uno de estos problemas les dan un tratamiento distinto. A los primeros los ven como parte de sus luchas de emancipación, mientras a los segundos los tratan como parte de su resistencia para no dejar de ser pueblos indígenas.


Un problema externo que los pueblos indígenas han encontrado para poder ser sujetos políticos es que en la mayoría de los casos están políticamente desestructurados. En esto han pesado bastante las políticas de colonialismo ejercidas desde los órganos de gobierno, para subordinarlos a los intereses de la clase en el poder. Un ejemplo concreto de estas políticas es que los pueblos indígenas numéricamente grandes se encuentran divididos entre varios estados. Sólo por excepción se puede encontrar un pueblo indígena numéricamente grande que pertenezca a un mismo estado. La historia demuestra que los pueblos indígenas que han sorteado la división administrativa estatal son aquellos que han resistido de diversas maneras, incluida la violencia, para seguir siendo lo que son. Es el caso de los triquis, en el Estado de Oaxaca, o de los yaquis, en el de Sonora.


La misma situación se presenta en los municipios estructuran los gobiernos locales. Por eso los pueblos indígenas insisten en denunciar que este tipo de organizaciones políticas y administrativas constituyen estructuras con demarcaciones ajenas a ellos y han servido más para dividirlos y subordinarlos al poder estatal que para poder organizar su vida, además de que muchos están controlados por mestizos. Desde ahí se les impide ejercer sus derechos políticos y por lo mismo participar en las grades decisiones de la vida nacional.


Los pueblos indígenas saben que en esta situación la construcción de autonomías muy pocas veces puede hacerse desde esos espacios, porque aún cuando tuvieran el control de los gobiernos locales, su estructura y funcionamiento responde a la lógica estatal, limitando sus facultades a las que resultan funcionales para su control; pero en el peor de los casos podría llevar a que, en nombre de los derechos indígenas, se entregara el poder a los grupos de mestizos, muchas veces caciquiles, y estos lo usaran en contra de los pueblos indígenas. Los municipios oaxaqueños saben muy bien de esto, pues después de diez años de que se reconociera en la ley su derecho a elegir sus autoridades por el sistema de usos y costumbres, el gobierno ha encontrado nuevas formas de subordinarlos, creando organizaciones de municipios por usos y costumbres o reteniendo las partidas presupuestales que por ley les corresponde. Y a los que logran sortear estos escollos los mete a la cárcel o de plano los mata.


Por otro lado saben que las comunidades indígenas de un mismo pueblo se encuentran divididas y enfrentadas entre ellas, por diversas razones, que van desde la tenencia de la tierra, el uso de los recursos naturales, las creencias religiosas o las preferencias políticas, entre otras. En otros casos se presentan problemas ficticios o creados por actores externos a las comunidades que los sufren. Para enfrentar estos problemas los pueblos indígenas interesados hacen esfuerzos por identificar las causas de la división y el enfrentamiento, ubicar las que tienen su origen en problemas de las propias comunidades y buscarles solución. De igual manera buscan evidenciar los problemas creados desde fuera y buscar la forma de rechazarlos.


A la división de los pueblos y los conflictos comunitarios se agrega el hecho de que las comunidades indígenas se encuentran subordinadas políticamente a las redes de poder regional. Para la construcción de estas redes donde las comunidades quedan atrapadas confluyen muchos factores, algunos de ellos no perceptibles a simple vista. Uno es el carácter monocultural y de clase del Estado, que responde a los intereses de los grupos económicos y políticos que le dan sustento. El Estado crea las condiciones para que estos grupos sigan manteniendo el poder porque son ellos quienes le crean las condiciones a él para su existencia. En muchos casos son los grandes comerciantes y los representantes de consorcios internacionales, que ligados a agentes regionales y a los especuladores detentan el poder. A ellos y no a los pueblos indígenas les sirve el Estado porque ellos también están a su servicio.


En esta situación los intereses de las comunidades indígenas quedan subordinados a los grandes planes programas de éstos para defender sus intereses. En el aspecto económico los indígenas difícilmente pueden acceder a los espacios del comercio que aquellos se han apropiado, a menos que dejen de ser indígenas. Para ellos queda reservado el mercado de frutas y hortalizas en menor escala y el papel de vendedores y revendedores en los tianguis semanales. En el aspecto político siguen siendo el voto cautivo de candidaturas que se deciden en las grandes esferas de la política estatal o nacional, donde ellos no tienen ninguna injerencia.


Estos son aspectos que se construyen bajo el discurso de la igualdad de todos los ciudadanos, apuntalados por la idea de la nación mestiza, para quienes las culturas indígenas sólo existen como folclor, para lucirse en las fiestas regionales o para consumo de turistas. Plantear la construcción de procesos autonómicos sin romper los nudos y redes que los grupos de poder construyen resulta una utopía inviable. Pero para lograr romperlos se requieren muchas cosas. La primera de ella, trascender las fronteras de los otros y asumirse culturalmente diversos, con todo lo que esto implica.


Los contenidos de las autonomías



Ahora bien, la lucha por la instalación de gobiernos autónomos indígenas representa un esfuerzo de los propios pueblos indígenas por construir regímenes políticos diferentes a los actuales, donde ellos y las comunidades que los integran puedan organizar sus propios gobiernos, con facultades y competencias específicas acerca de su vida interna. Ese es el primer problema que enfrentan quienes han decidido caminar ese camino ya que las posibilidades de lograrlo se encuentran determinadas por la naturaleza de las relaciones históricas de subordinación en que se encuentran y el carácter sociopolítico del régimen político del Estado en que las autonomías pretenden construirse y practicarse. Los pueblos indígenas no ignoran que para la construcción de ellas sus prácticas política van a contrapelo de una legislación que minimiza la posibilidad de su ejercicio hasta casi pulverizarlo, al grado de colocarlos fuera de las reglas legales dictadas por el Estado; que el régimen político actual no cuenta con políticas públicas que las favorezcan, sino otras de carácter asistencial que las niegan y que el tránsito a la democracia sigue siendo una asignatura pendiente en muchos sentidos.


Ellos entienden el contexto y no ignoran que en términos políticos la construcción de autonomías indígenas implica que las comunidades y los pueblos le disputen el poder a los grupos políticos regionales que los detentan y que para lograr este fin no pueden caminar sólo por los causes institucionales marcados por el Estado, porque están construidos en base a una ideología mestiza que niega la posibilidad de una ciudadanía étnica, aunque tampoco fuera de las reglas creadas por él mismo, sino abriendo otros que rompan la subordinación de los pueblos y comunidades indígenas. En otras palabras, no se trata de luchar contra los poderes establecidos para ocupar los espacios gubernamentales de poder sino de construir desde las bases contrapoderes capaces de convertir a las comunidades indígenas en sujetos políticos con capacidad para tomar decisiones sobre su vida interna, al tiempo que modifican las reglas por medio de las cuales se relacionan con el resto de la sociedad, incluidos otros pueblos indígenas y los tres niveles de gobierno.


Con la decisión de construir autonomías, los pueblos indígenas buscan dispersar el poder para posibilitar su ejercicio directo por las comunidades indígenas que lo reclaman. Es una especie de descentralización que nada tiene que ver con la que desde el gobierno y con el apoyo de instituciones internacionales se impulsa, que en el fondo pretende hacer más efectivo el control gubernamental sobre la sociedad. La descentralización de las que aquí se habla, la que los pueblos y comunidades indígenas que avanzan por caminos autónomos nos están enseñado, pasa por la edificación de formas paralegales de ejercicio del poder, diferentes a los órganos de gobierno, donde las comunidades puedan fortalecerse y tomar sus propias decisiones. Incluye asimismo la necesidad de transformar las relaciones con otros poderes como los económicos, religiosos y políticos, se encuentren institucionalizados o no dentro de las leyes, pues no tiene ningún sentido construir un poder distinto que se ejecutará en las mismas condiciones de aquel que se pretende combatir. Esto a su vez reclama que al interior de las comunidades indígenas ellas mismas realicen los ajustes necesarios para que ese poder sea ejercido con la participación de todos o la mayoría de sus integrantes y no caiga en manos de grupos de poder locales que lo usen en nombre de la comunidad pero para su propio beneficio. Las autonomías transforman las relaciones de los pueblos con las comunidades que los integran, pero también las de éstas con los ciudadanos que forman parte de ellas.


Cuando los pueblos indígenas deciden construir autonomías han tomado una decisión que va contra las políticas del Estado y obliga a quienes optan por ese camino a iniciar procesos políticos de construcción de redes de poder, capaces de enfrentar la embestida estatal, contrapoderes que les permitan afianzarse ellos mismos como una fuerza con la que se debe negociar la gobernabilidad y poderes alternativos que obliguen al Estado a tomarlos en cuenta. Por eso la construcción de autonomías no puede ser un acto voluntarista de líderes “iluminados” o de una organización, por muy indígena que se reclame. En todo caso requiere la participación directa de las comunidades indígenas en los procesos autonómicos. En otras palabras, se necesita que las comunidades indígenas se constituyan en sujetos políticos con capacidad y ganas de luchar por sus derechos colectivos, que conozcan la realidad social, económica, política y cultural en que se encuentran inmersos, así como los diversos factores que inciden en su condición de subordinación y los que pueden influir para trascender esa situación, de tal manera que les permita tomar una posición sobre sus actos.


Con su lucha por la autonomía los pueblos y comunidades indígenas trascienden las visiones folcloristas, culturalistas y desarrollistas que el Estado impulsa y muchos todavía aceptan pasivamente. Porque la experiencia les enseña que para hacerlo no basta con que se reconozca en alguna ley su existencia y algunos derechos que no se opongan a las políticas neoliberales, o los aportes culturales de los pueblos indígenas a la constitución multicultural del país; tampoco es suficiente que los gobiernos destinen fondos específicos para impulsar proyectos de desarrollo en las regiones indígenas que siempre son insuficientes y se aplican en actividades y por las formas decididas desde el gobierno, que despojan a las comunidades de todo tipo de decisión y niegan su autonomía. Estas son políticas que si bien expresan que buscan modificar las prácticas de asimilación y aculturación impulsadas desde hace años por el indigenismo, no dejan de reproducir las relaciones de subordinación de los pueblos indígenas con respecto a la sociedad mestiza y hasta legitiman las políticas de negación de los derechos indígenas. Por el contrario, se requiere desmitificar el carácter “neutral” del Estado y mostrar su carácter de clase, evidenciando que se encuentra al servicio de la clase dominante y los agentes políticos, económicos, sociales que la sustentan.


Los pueblos indígenas saben que construir y transitar este camino sin quedar a la mitad de él es difícil, por eso cada que deciden hacerlo antes fijan antes sus objetivos y ven la manera de hacerlo para que sea posible llevarlo a cabo. Una vez asegurado lo anterior, colocan junto a ellos algunos más generales que sirvan para establecer alianzas con otras comunidades. En algunos casos pueden ser las demandas de las mismas comunidades, como las del pueblo mixteco de Oaxaca que luchan para obligar a los gobiernos a impulsar programas generales para la solución de conflictos agrarios, defensa de la tierra, o promoción de derechos. Pero no por eso se olvidan de demandas más amplias, que importan a todos los ciudadanos, como la reforma del Estado autoritario por otro democrático y multicultural, la lucha por la soberanía alimentaria, contra la privatización de la energía eléctrica y el petróleo y los recursos naturales. Esto los pueblos lo han aprendido en la práctica. No es casualidad que la rebelión zapatista en el Estado mexicano, haya comenzado el primero de enero de 1994, cuando entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de este país con los Estados Unidos y Canadá, o que las demandas nacionales de los movimientos indígenas incluyan la defensa de la energía eléctrica y el petroleo contra la pretensiones del gobierno de entregarlos al capital transnacional o la defensa de los recursos naturales existentes en sus territorios contra los intentos del capital de apropiarse de ellos.


De igual manera saben que la lucha por la autonomía no puede ser una lucha sólo de los pueblos indígenas. Por eso construyen relaciones de solidaridad con los otros sectores de la sociedad, apoyándose mutuamente en sus luchas propias, al tiempo que se impulsan demandas comunes. En este sentido cobra importancia cuidar con quien se establecen las alianzas, porque existen sectores y organizaciones sociales que discursivamente aceptan defender los derechos indígenas pero en la práctica hacen lo contrario, como sucede con algunos partidos políticos que han manifestado defender los derechos de los pueblos indígenas pero sus legisladores votan iniciativas de leyes que atentan contra ellos; o los partidos de la izquierda que en muchos casos todavía intentan subsumir la demanda específica de los pueblos indígenas a la de la sociedad en general, o participar de sus luchas solo si se ajustan a la estructura vertical ycorporativista de ellos. Igual sucede con algunas organizaciones indigenistas que en el discurso defienden el derecho de los pueblos indígenas a su autonomía pero su práctica están más ligadas a las políticas del Estado y su aspiración es vivir del presupuesto público.


Los procesos autonómicos


Hemos dicho líneas atrás que los movimientos indígenas por la construcción de las autonomías representan a los nuevos movimientos indígenas y que éstos son novedosos tanto por su demanda como por los actores políticos y sus formas de acción colectiva. Parafraseando a Alberto Melucci, también podríamos afirmar que los movimientos indígenas son profetas del presente, que lo que ellos poseen no es la fuerza del aparato sino el poder de la palabra y con ella anuncian los cambios posibles, no para el futuro distante sino para el presente; obligan a los poderes a mostrarse y les dan forma y rostro, utilizando un lenguaje que les que tal pareciera es exclusivo de ellos, pero lo que dicen los trasciende y al hablar por ellos hablan por todos.[7]


Y es cierto, porque como hemos visto, los pueblos indígenas al recurrir a su cultura y prácticas identitarias para movilizarse en defensa de sus derechos, cuestionan las formas verticales de la política al tiempo que ofrecen otras horizontales que a ellos les funcionan, porque las han probado en siglos de resistencia al colonialismo. Se trata de prácticas surgen precisamente cuando las organizaciones tradicionales de partidos políticos, sindicatos u otras de tipo clasista y representativo entran en crisis y la sociedad ya no se ve reflejada en ellas. Estas prácticas políticas se expresan de muchas maneras, desde una guerrilla posmoderna como ha sido calificada la rebelión del EZLN, hasta las largas caminatas de las comunidades mixtecas en defensa de su patrimonio, o el “aislamiento” de las comunidades wirrárikas a sus territorios; o el sistema de seguridad pública de mixtecos, tlapanecos y mestizos para garantizar la justicia entre los pueblos de Guerrero, hasta la resistencia directa de los compañeros de La Parota para oponerse a la construcción de una presa hidroeléctrica que prácticamente acabaría con ellos.


En estas luchas los pueblos indígenas en lugar de recurrir a sofisticadas teorías políticas para armar sus discursos recuperan su memoria histórica para fundamentar sus demandas y sus prácticas políticas, lo cual le da un toque distintivo, simbólico si se quiere, de los nuevos movimientos indígenas. Influidos del ejemplo del EZLN, recuperan la memoria de Emiliano Zapata, el incorruptible general del Ejército del Sur durante la revolución de 1910-17, cuya demanda central fue la restitución de las tierras usurpadas a los pueblos por los hacendados; pero no es el único pues también en las regiones se recupera la memoria de los héroes: Tetabiate y Juan Banderas, entre los yaquis de Sonora; Jacinto Canek, entre los mayas peninsulares; Hilarión entre los triquis; Ocho Venado Garra de Juguar, entre mixtecos, por mencionar algunos. Héroes locales y nacionales vuelven a hacerse presentes en la lucha para guiar a sus huestes, como si hubieran estado descansando, esperando el mejor momento para volver a la lucha.


Junto a su memoria histórica los pueblos vuelven la vista a lo que tienen para hacerse fuertes y cansados de tanta desilusión por las organizaciones políticas tradicionales retoman las de ellos: sus sistemas de cargos. Por eso quienes desconocen sus formas propias de organización llegan a afirmar que actúan de manera anárquica, que así no se puede, que con ello contribuyen a la dispersión y eso es un mal ejemplo para la unidad de los oprimidos, explotados y excluidos. Pero los pueblos saben lo que les conviene y usan formas organizativas propias porque les han funcionado por años, sin importarles que otros no las compartan. Por eso las practican y las fortalecen, adaptándolas a sus necesidades.


Claro, para avanzar hacia formas de lucha mas amplias buscan superar sus propias formas de organización, que la mayoría de las veces son locales. Y justo aquí es en donde entra el peligro de suplantar a los pueblos indígenas como sujetos de la construcción de los procesos autonómicos, porque en ese eslabón entre lo local y lo regional o nacional muchas organizaciones indígenas se apartan de la participación colectiva de las comunidades y en lugar de dispersar el poder para que todos participen en su ejercicio y controlen el uso que otros hacen de él, crean estructuras paralelas a las de los pueblos indígenas y actúan en su nombre como si fueran lo mismo, lo que constituye una salida falsa que aunque en el corto plazo pueda traer algunas ventajas, a la larga también puede convertirse en un gran problema, pues se trata de una postura que no responde a una visión indígena sino de prácticas ajenas a las comunidades.


Sólo los pueblos y las comunidades indígenas pueden evitar la tentación de que las organizaciones indígenas caigan en la tentación de suplantarlos. Una forma de hacerlo podría ser que se deslindara claramente entre la organización indígena propiamente dicha –la que responde a las estructuras propias de las comunidades- y la organización de indígenas, que no responde a la realidad indígena sino a las necesidades de hacerse escuchar en el ámbito regional o nacional. Ambos tipos de organización no son excluyentes pero las segundas deben tener cuidado de que siempre y en todo momento el eje de la autonomía recaiga en las primeras y las otras les sirvan de apoyo, sin suplantarlas. Si este último caso se presentara estaríamos ante un nuevo caso de subordinación y lo peor es que sería con el discurso de ayudar la los pueblos indígenas a alcanzar su liberación.


Lo mismo vale para los miembros de ellas y algunos de sus líderes. La sociedad nacional, ansiosa de tener interlocutores “validos” dentro de las comunidades indígenas, muchas veces intenta convertir –y a veces lo logra- en líderes a los indígenas que por una u otra razón han trascendido las barreras comunitarias, sobretodo aquellos que por haber accedido a estudios superiores se han convertido en ‘intelectuales orgánicos’ de sus comunidades. Cuando esto sucede se crean líderes a modo que pueden tener mucha presencia nacional pero que en las comunidades muchas veces no tienen ningún reconocimiento porque no cumplen sus obligaciones y a veces hasta están en contra de ella. La historia reciente de los movimientos indígenas tiene muchos ejemplos de esto, que también opera contra la construcción de procesos autonómicos.


Mención aparte merecen aquellas organizaciones que se han constituido conforme a las reglas que el Estado, el mismo que niega las autonomías, ha diseñado para la participación política y desde ahí luchan junto con los movimientos indígenas por la construcción de la autonomía. Al aceptar las reglas del juego impuestas desde el Estado y ajustar sus actos a ellos no pueden ser, propiamente hablando, movimientos autonomistas, cuando mas aliados de aquellos. Se trata de organizaciones o partidos políticos que apuestan a la ocupar puestos administrativos en la institucionalidad gubernamental y desde ahí transformarlas, cosa que se antoja difícil, pues lo que más se ha visto es que el Estado los transforma a ellos. Como dijo un indígena mixteco, quieren montarse en un caballo viejo y cansado que lleva un rumbo equivocado y así no se va a ningún lado.


Con estas organizaciones se debe tener mucho cuidado. Mientras mantengan la congruencia entre su discurso y su práctica no existe ningún problema de tejer alianzas con ellas, pero la experiencia enseña que cuando llevan mucho tiempo en el gobierno o abandonan la lucha, o se alejan de sus antiguos compañeros –caso en el que solo hay que lamentar la pérdida de antiguos compañeros-, o continúan actuando como si nada hubiera pasado cuando en realidad ellos ya operan más como agentes del Estado que como lideres indígenas. Estas prácticas ya llevan años con diferentes matices y resultados en todos los países.

Lo que viene

¿A dónde nos van a conducir los procesos de construcción de las autonomías indígenas? Es una pregunta a la que nadie puede dar respuesta porque no la tienen los movimientos sociales. Los actores de este drama se trazan su horizonte utópico pero que lo logren no depende de enteramente de ellos sino de muy diversos factores, la mayoría fuera de su control. De lo que se puede estar seguro es que el problema no encontrará solución en la situación en que actualmente se encuentran el Estado, por eso las luchas de los pueblos indígenas por su autonomía no tienen retorno. Ni la guerra zapatista en el Estado Chiapas, el sistema de seguridad comunitario en el Estado de Guerrero, los conflictos agrarios en todo el país, la lucha contra la privatización de los recursos naturales en Chiapas, Guerrero, Estado de México o Jalisco, o los proyectos de desarrollo indígena de diversas comunidades, tendrán solución de fondo si el Estado no se refunda. Pero también es cierto que los estados no se refundarán sin tomar en serio a sus pueblos indígenas. El reto entonces es en doble sentido: los Estados nacionales deben refundarse tomando en cuenta a sus pueblos indígenas y estos deberían incluir dentro de sus utopías el tipo de Estado que necesitan y luchar por él. De eso se tratan las autonomías indígenas y las luchas por construirlas.


Pero eso no vendrá como concesión del Estado. Y tampoco los movimientos indígenas podrán lograrlo si no unen esfuerzos en una coordinación efectiva, formulan un plan de lucha mínimo en donde todos se sean reflejados y elaboran una política de alianzas con otros sectores sociales en lucha. La fallida reforma constitucional del 2001, que contando con un gran apoyo popular fue mediatizada por la clase política, es el mejor ejemplo de que los derechos de los pueblos indígenas, como los de los otros movimientos sociales del país, sólo serán posible en la medida en que se articulen internamente, fijen con claridad sus objetivos a mediano y largo plazo y tracen una estrategia y una táctica para lograrlo, acordes a la situación del país.


El movimiento indígena mexicano necesita coordinarse porque desde 1998, cuando el gobierno mexicano lanzó su embestida para “achicar” la demanda indígena, se ha venido dispersando y no ha podido recuperarse del todo. En algunas regiones se han logrado algunas alianzas coyunturales pero la imagen que ahora proyecta es que se encuentra disperso. No es que no exista, sino que está desarticulado. Y así, aunque sus demandas sean comunes, se presenta fraccionado frente a un Estado que usa toda su fuerza para someterlo.


Para resolver el problema de la coordinación es necesario resolver cuestiones como las siguientes: ¿para que debemos coordinarse? ¿qué tipo de coordinación necesita? ¿quién debe participar directamente en la coordinación? ¿sólo las autoridades indígenas? ¿también los representantes de organizaciones indígenas? ¿deben participar en la misma circunstancia las autoridades indígenas que los representantes de organizaciones? ¿cuál debe ser el papel de los indígenas en lo particular? Con respecto al plan de lucha es indispensable tener claro ¿cuáles son las demandas de los pueblos indígenas en esta coyuntura política? ¿pueden agruparse en algunos ejes temáticos las luchas? ¿la defensa de los gobiernos autónomos puede ser un eje aglutinador? ¿la defensa de la integridad territorial y los recursos naturales puede ser otro? ¿y los derechos humanos y la lucha contra la represión? Por último para resolver el asunto de las formas de lucha podemos preguntarnos ¿en que problemas se unir fuerzas para alcanzar los objetivos? ¿quienes podrían coordinarse? ¿cómo podrían hacerle para coordinarse? ¿en torno a que asuntos podría darse la coordinación?


El ejercicio de reflexión que implica lo anterior puede parecer pueril a muchos, pero los pueblos y las comunidades indígenas necesitan de ese tipo de reflexiones para salir adelante. Porque de que la autonomía va, no cabe duda.

Por eso hay que celebrar que muchos pueblos y comunidades indígenas hayan decidido no esperar pasivamente a que los cambios vengan de fuera y se hayan enrolado en la construcción de gobiernos autónomos, desatando procesos donde se ensayan nuevas formas de entender el derecho, imaginan otras maneras de ejercer el poder y construyen otros tipos de ciudadanías. De acuerdo con estas ideas el derecho se mide mas que por la eficacia de la norma que lo regula, por la legitimidad de quien lo reclama; el poder tiene sentido en la medida en que quien lo detenta lo reparta entre todo el grupo hasta el grado de que a él no le cree privilegios, que es en lo que se traduce el famoso “mandar obedeciendo” zapatista; y la ciudadanía, es decir, la característica que da sustento al ejercicio de los derechos políticos, no se mide por alcanzar determinada edad sino porque se está en actitud de asumir compromisos sociales y se cumple con la comunidad, cualidad muy propia de las comunidades indígenas en México.



[1] Diario Oficial de la Federación, 11 de marzo de 1995.

[2] Diario Oficial de la Federación, 14 de agosto del 2001.

[3] Armando Bartra, “Las guerras del ogro”, Chiapas, número 16, Era-Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM, México, 2004, pp. 63-105.

[4] Sobre el proceso de construcción de esta demanda: Joaquín Flores Felix, “Los pueblos indios en la búsqueda de espacios”, Cuadernos Agrarios núms. 11-13, Nueva Época, México, enero-diciembre de 1995, pp. 148-158.

[5] Adriana López Monjardin y Dulce María Rebolledo, “Los municipios autónomos zapatistas”, Chiapas, No 7, México, 1999, pp. 115-137.

[6] Joaquín Flores, “Democracia, ciudadanía y autonomía de los indígenas: una revisión del contrato a la luz de su historia”. Mimeo, México. 2000, pp. 18. También: Esteban Martínez Cifuentes, La policía comunitaria: Un sistema de seguridad pública comunitaria indígena en el estado de Guerrero, Colección Derecho Indígena, Instituto Nacional Indigenista, México, 2201.

[7] Alberto Melucci, Acción colectiva, vida cotidiana y democracia, El Colegio de México, México, 1999, p. 59.

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